Deriva #2

Julián Guerrero
3 min readApr 27, 2021

Bogotá, 27 de abril de 2021

Pocas cosas hacen sentir tanto el suelo montañoso de Bogotá como andar en bicicleta. En bus o en carro las curvas no se sienten, al menos no cuando no es uno el que maneja. Se pasa por las parte más altas y más bajas sin darse cuenta de los hundimientos que sufre el pavimento a lo largo de trayectos como la Séptima. Entre más al oriente se anda, por supuesto, más asciende la curva y más evidente es el esfuerzo que debe hacerse para ascender.

Foto de Alain Misrachi, 2015
Foto de Alain Misrachi, 2015

Mi breve deriva de lunes comenzó a la altura del Centro Andino, justo en la curva ascendente hacia la falda de la montaña. Subí por la calle 83 hacia el oriente, un par de cuadras más adelante giré a la derecha y cruce luego la carrera (la 9na) para subir por una de las calles aledañas, no recuerdo cual. Había cruzado por ahí varias veces, pero nunca había subido por esa calle. Era una calle empinada y estrecha a cuyos lados se levantaban edificios residenciales y algunas casas antiguas que hoy sirven para negocios de lujo.

Mientras subía (no muy convencido de que iba a lograr terminar ese trayecto en la bicicleta), pensaba en las casas antiguas de Bogotá. En las casas bien cuidadas como las de las tiendas de lujo y en otras más bien arruinadas que algún día alguien levantó en Chapinero y que bien podrían servir para ser espacios exclusivos. Aunque, quizá, exclusivos, no sea la palabra pues, aún en su ruina, las casas antiguas, persistentes espacios privados y separados del espacio público por rejas oxidadas y fácilmente eludibles, cargan desde su mismo misterio (el no saber quién las habitó y quién las habita o mantiene olvidadas, hoy en día), un carácter de exclusión. En cualquier caso, solo fue un vistazo. Hubiese valido la pena entrar a alguna de esas casas de lujo para ver que había adentro.

Seguí subiendo por la calle empinada al lado de un edificio con una gran pared. Al fondo, más arriba, podía ver la séptima. Pude seguir por ahí, pero decidí girar a la derecha y bajé por una vía inclinada que me arrojó de nuevo a la 11. Una paloma voló hacia mí y otra se quedó pasmada en mi camino y por poco me llevo a las dos. Seguí sobre la once hacia el sur. Tenía una reunión con alguien, de modo que no podía desviarme mucho de mi camino, una mala jugada en un ejercicio que supone la pérdida. Pero, al final, sin embargo, valió la pena. Más adelante sobre la misma 11, encontré un grupo de motos parqueadas al lado de una funeraria, algunas de ellas con cintas moradas en la parte de adelante. Cerca de ellas en diferentes grupos, hombres y mujeres vestidos con chaquetas negras de cuero esperaban tomando café, fumando y hablando. Detrás de algunas de las chaquetas se podía leer “Night Riders Bogotá”, el nombre de uno de los grupos insignias de conductores de Harley Davidson en Bogotá. Estaban velando a uno de los suyos. Luego de la velación, según me enteré, lo acompañarían en su última rodada.

Seguí mi camino sobre la 11, donde un taxista preocupado esperaba a alguien fuera del carro. Subí hacia la novena de nuevo, ya a la altura de la calle 65 y conduje en dirección contraria sobre la novena hasta la calle 63, donde subí hasta la séptima y de ahí hasta la quinta. Esta vez no logré subir la montaña en bicicleta. Poco antes de llegar tuve que bajarme delante de una suerte de colegio al que iban entrando dos monjas. Caminé un par de cuadras hasta estar seguro que podía montar la bicicleta de nuevo y seguí por las calles anchas y onduladas hasta la calle 70, donde bajé hasta mi punto final, de nuevo sobre la séptima.

Me hizo falta, sin duda, seguir subiendo la montaña.

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